Cada persona es diferente de otra persona de alguna forma” (Darrow y White).
¿Cuántas etiquetas utilizamos en un día sin pensarlo? El alumno, el maestro, el terapeuta o el director… todas son etiquetas que evocan imágenes de quiénes son esas personas, cómo lucen y cómo podrían actuar. ¿Cuáles son las etiquetas que podrían aplicarse a cada uno de nosotros? ¿Nos gustarían? ¿Esas etiquetas describirían todos los aspectos de quiénes somos? ¿Nos cuesta más aceptar algunas que otras? ¿Cómo nos hace sentir que nos categoricen y encasillen?
Ahora bien, pensemos en los alumnos de educación especial y sus etiquetas. Los alumnos con diagnóstico, los severos, los ‘conductuales’ y por supuesto, los autistas. ¿Qué imágenes o sentimientos evocan esas etiquetas? ¿Qué función tienen? ¿Cómo se utilizan? ¿Son útiles?
Las etiquetas pueden ser útiles, pero también pueden ser peligrosas. Pueden crear imágenes estereotipadas basadas en el imaginario colectivo, rumores, prejuicios, temores y la incapacidad de separar a la persona de su discapacidad o de las conductas que pueden presentarse. Como refiere Mike Squires en su artículo: “Etiquetas: Una desventaja de la discapacidad”: “agrupar a un grupo diverso de personas en un mismo lote… elimina todo sentido de identidad.”
¿Por qué empleamos etiquetas?
Es posible que “haya ciertos aspectos positivos al etiquetar la discapacidad de una persona. A veces las etiquetas se utilizan para obtener recursos de entes gubernamentales o para poder dar respuesta a las adaptaciones requeridas por la PcD.” (Cassidy & Sims, 1990 en Darrow y White). Sin embargo, la etiqueta de discapacidad es simplemente un diagnóstico médico o educativo. Cuando nos referimos a las personas con discapacidad por su diagnóstico médico o educativo, los devaluamos como seres humanos. Para muchas personas con discapacidad, su diagnóstico médico define quienes son (Snow, 2003). Si bien las etiquetas pueden ser útiles en la comunicación entre profesionales y para determinar los servicios para las personas con discapacidad, en raras ocasiones nos dicen mucho sobre la persona (Darrow & Hurt, 1998).
En su libro “Aprendiendo a escuchar”, Herb Lovett (1996) ilustró el uso de las etiquetas con una anécdota. Al preguntarle al personal en una institución sobre determinada señora, la respuesta fue: “Es una mujer de 32 años, caucásica, zurda, tendiendo a la obesidad, con historial de crisis epilépticas, un trastorno fronterizo de la personalidad, depresión y funcionamiento intelectual afectado. Actualmente reside en el centro Dixon donde se le administra Haldol y Dilantin. Pasa su día en un programa de entrenamiento vocacional comunitario, mostrándose aislada y agresiva, tanto en forma verbal como física.”
Para que los profesionales pudieran “comprenderla”, la describían únicamente en términos médicos, en lugar de observar su vida y las relaciones que le impactaban. Frecuentemente los profesionales utilizan etiquetas para tratar de comprender a las personas pero muy pocas veces esos descriptores ayudan a conocer en realidad quien es ese individuo. En su lugar, ese tipo de descripción puede estigmatizar y promover estereotipos que generan aislamiento.
Estigma y el alumno en el aula
En una conferencia reciente, Anne Donnellan compartió un relato sobre un gato totalmente negro al que, desafortunadamente, le pintan una franja blanca en el lomo. Se parece a un zorrillo, aunque sigue siendo una inocente mascota... Sin embargo, ahora el gato porta un estigma o estereotipo, recibiendo su nombre, generándose una percepción sesgada. Esa visión parcial afectará nuestras expectativas y reacciones. Es importante recordar que el contexto resulta crucial para las necesidades de las personas. Tenemos que analizar la situación dentro de su contexto y nuestra relación con ese contexto antes de tomar posición (Donnellan, 1999).
¿Qué opinión sesgada puede resultar cuando le comunican a un maestro que tendrá en su salón a un “alumno autista”? Posiblemente se manifiesten de inmediato toda una serie de estereotipos sobre los alumnos con autismo. El alumno podría ser encasillado con todos los demás alumnos con autismo según los estereotipos que se manejan sobre esa etiqueta. Al igual que otros grupos de personas categorizados en base a estereotipos y etiquetas, (por ejemplo, madres solteras, mánico/depresivos, obsesivos al trabajo), la etiqueta “autista” puede perjudicar a las personas dentro del espectro autista y más aún cuando se le añade “de alto funcionamiento” o de “bajo funcionamiento.” Al escuchar que un alumno es de “alto” o “bajo” funcionamiento se crean ideas preconcebidas sobre responsabilidades, roles y obligaciones tanto para el maestro como el alumno.
En ese sentido, la etiqueta invalida a la persona. Las etiquetas, especialmente la de “autista de bajo funcionamiento” puede ocultar /encubrir ciertas competencias, habilidades y fortalezas. Muy frecuentemente en lugar de ver a Johnny o a Sussie, se ve el Autismo, las Conductas o simplemente la Discapacidad. “Etiquetar siempre crea imágenes negativas al ser aplicadas a las personas con discapacidad, ya que siempre se proyecta la discapacidad en lugar de las fortalezas y talentos de la persona.” (Forts, 1998). Estas etiquetas nos llenan de sentimientos y expectativas que posiblemente no tangan nada que ver con las habilidades, necesidades, intereses o preferencias de una persona en específico.
Las etiquetas generan expectativas basadas en experiencias previas, opiniones de otros o lo que nos enseñaron en la universidad.
Cuando una persona se inicia en una profesión en el área humanística (docentes, entrenadores laborales, terapeutas…), quienes han venido desempeñando esos servicios se precipitan a ofrecer sus opiniones sobre cada persona con Autismo u otra discapacidad. Podemos equivocarnos y creer que esas opiniones representan la realidad, generando situaciones desafortunadas. Como consecuencia, en lugar de promover la compasión y la comprensión, corremos el riesgo de asumir una posición de poder y control, esforzándonos por hacer que las cosas sucedan como “se supone” en lugar de considerar otras causas para las dificultades. Corremos el riesgo de pasar por alto al ser humano y ver únicamente la etiqueta o la situación que tenemos que corregir y controlar.
Es importante descartar las opiniones y esforzarnos por conocer a cada persona con Autismo basándonos en la interacción personal y no en las experiencias de los demás.
El lenguaje que utilizamos
El lenguaje que utilizamos marca el tono y es una indicación de cómo percibimos a los demás y su valía en el mundo. Nuestras palabras frecuentemente reflejan nuestra práctica. Sabemos que la autoimagen de una persona se vincula estrechamente con las palabras y las etiquetas que utilizamos para describirla. Si decimos al niño que es flojo o lento, posiblemente empiece a creerlo y a comportarse acorde a esa etiqueta. Por otra parte, si le decimos que es brillante, posiblemente empiece a trabajar para convertirse en alguien brillante. Las palabras son muy poderosas.
“¿Qué palabras utilizarías para describir a las personas con autismo si no tuviesen una discapacidad? ¿Interesantes? ¿Aburridas? ¿Divertidas? Las semejanzas entre personas con y sin discapacidad superan mucho sus diferencias.” (Darrow & White 1998).
Se afirma que las personas con autismo tienen dificultad para generalizar lo que aprenden. Es posible que nosotros que no tenemos autismo también tengamos problemas para generalizar, pero en sentido contrario. Es posible que generalicemos demasiado nuestros conocimientos y experiencias sobre la etiqueta del autismo para hacerla encajar en cada persona que apoyamos. Esto podría ser más “discapacitante” que el propio diagnóstico.
Sin embargo, con demasiada frecuencia las etiquetas relacionadas con la discapacidad se utilizan innecesariamente para describir a la persona. Una discapacidad no debe utilizarse como adjetivo primario para identificar a alguien. Como en el caso del “alumno autista en mi salón.”
Una discapacidad no es el descriptor más importante para una persona. Es mejor enfocarse en la persona primero y no es su discapacidad. Definir a las personas por su discapacidad, como si la discapacidad constituyera su integridad, frecuentemente aísla y segrega a las personas y mucho más importante aún, deja de reconocer su humanidad, la cual va mucho más allá de la discapacidad. “La naturaleza de los descriptores y cómo son utilizados frecuentemente hacen inferir connotaciones negativas sobre las personas con discapacidad.” (Kailes, 1986).
El valor de la persona
Quienes brindan servicios a las personas con trastornos del espectro autista (y otras discapacidades) deberían empezar a emplear cotidianamente un lenguaje que sitúe a la persona en primer lugar (“people first language”). Esto significa que al escoger palabras para describir a las PcD, el principio rector debería ser poner a la persona primero, no a su discapacidad. Por ejemplo, hablar de persona con autismo o alumnos con autismo.
Al expresarnos poniendo a la persona por delante, describimos lo que la persona TIENE y no lo que la persona ES. Cuando empecemos a nombrar las cosas por su nombre correcto, y cuando reconozcamos que las PcD son personas primero, empezaremos a ver que son más semejantes que diferentes de las personas sin discapacidad.
En el año 1998, durante una conversación vía internet sobre las etiquetas como metáforas, Scott Danforth afirmó:
“En mi experiencia, lo que da más miedo sobre las etiquetas es la forma en que las creamos y luego pretendemos que no fueron creadas y perpetuadas por los seres humanos. Las tratamos como si fueran tan sólidas como una piedra, inmutables, incuestionables. También pretendemos que todos los que utilizamos determinada etiqueta o término significamos lo mismo, una inevitabilidad en el uso del lenguaje.”
Es importante recordar que para que cualquier etiqueta o término sea útil, deberá tener una finalidad específica. Utilizar una etiqueta nos dice muy poco sobre la persona, excepto el hecho que tiene una discapacidad.
Frecuentemente es más sabio aproximarse y conocer a cada persona como un individuo con fortalezas, intereses, preferencias, temores y frustraciones y reconocer que “autismo” es solamente un aspecto de esa persona. Si podemos alejarnos del estigma de las etiquetas, posiblemente comencemos a detectar habilidades y competencias en lugar de permitir que la etiqueta de autismo dictamine expectativas más bajas.
Autora: Kim David, Consultora educativa.
Fuente: iidc.indiana.edu - Traducción abreviada: á. Couret
Título original: What’s in a Name: Our Only Label Should Be Our Name: Avoiding the Stereotypes
Publicado en Paso-a-Paso, Vol. 22.3
REFERENCIAS BIBLIOGRáFICAS:
Danforth, Scott (1998). Internet listserv conversations on COMMINC @listserv.syr.edu.
Darrow, A. & White, G.W. (1998). “Sticks and Stones… and Words CAN Hurt: Eliminating Handicapping Language” in Music Therapy Perspectives, Vol. 16 #2.
Forts, A. (1998). Status and Effects of Labeling. TASH Newsletter, page 13.
Lovett, Herb. (1996). Learning to Listen: Positive Approaches and People with Difficult Behavior. Baltimore: Brookes Publishing.
Namka, Lynn Ed. D. (1997). “Labels are for Jelly Jars: Teach Children—Don’t Label Them!” members.aol.com/angriesOut/teach3htm.
Snow, K. (2003). People First Language document. Self published at 250 Sunnywood Lane, Woodland Park, CO. 80863.
Squire, Mike (1994). “Labels: A Liability of Disability.” www.jtsma.org.uk/tributemikesquirelbls.html
TASH Newsletter October 1998 Vol. 24 #10: Effects of Labeling.
Davis, K. (2004). What’s in a name: Our only label should be our name: Avoiding the stereotypes. The Reporter, 9(2), 10-12, 24.